top of page

El Señor Franz

 

Conocí al señor Franz una noche, hace, no sé, hacía frío; fue después de Navidad, pero antes de Año Nuevo, lo recuerdo porque usaba mi saco nuevo, que me regaló la hermana Beatriz. Estaba en el patio del orfanato, la nieve había asustado a las demás niñas, pero no a mí, a mí me gusta el frío, mucho, porque te puedes poner ropa bonita y peluda, que es mucho más cómoda.

Había un edificio grande y viejo, muy viejo, yo juraba que se iba a caer, pero las hermanas entraban ahí a veces, y nos prohibían entrar; tal vez tenían miedo de que se cayera sobre nosotras. Pero a mí me gustaba, era extraño, y a mí me gusta lo extraño; por eso entré cuando no había nadie en el patio.

Estaba oscuro, pero las luces de la calle se veían en las ventanas viejas y sucias, y podía ver gracias a ellas. Estaba todo lleno de polvo, había arañas y otras cosas, pero yo no tenía miedo, me gustaba, porque era extraño y frío, y me abrazaba a mi saco peludo para darme calor. Sabía que si las hermanas me veían me iban a regañar muy feo, pero quería ver ese lugar, quería ver por qué no nos dejaban entrar.

Entonces lo encontré. Creí que era un ratón, se movió muy rápido y no pude verlo, pero lo oí. Corrió por la pared como una sombra, y lo perseguí porque era rápida, tan rápida que siempre ganaba en las traes y los quemados. Quería alcanzarlo, y no me gustaba que me ganaran, ni siquiera un ratón, o una sombra.

Se encerró en un cuarto oscuro, la puerta también era muy vieja, y no tenía vidrios ni luces, pero yo sabía que estaba ahí. Empujé la puerta, pero él también la empujaba, la pateé pero no quiso abrirse; entonces vi que había ventanas al lado, y que no tenían cristales ni nada, así que subí por unas cajas sin hacer ruido, y me asomé por una de ellas para ver qué detenía la puerta.

No era un ratón, era mucho más grande; parecía una roca negra, pero tenía un sombrero gracioso, uno muy grande, como el que usaban los señores de mis cuentos.

–Hola. – le dije a la roca con sombrero, y entonces vi cómo se levantaba lento. Era gracioso, todo negro y grande, pero su cara estaba blanca y sus ojos morados, como si tuviera mucho sueño; me vio asustado, ¿por qué se asustó conmigo que soy tan pequeña, y él tan grande?

–Hola. – me contestó el señor. Era muuuuy alto, tenía una ropa de esas que parecen capas y usan los señores viejos, y un moño raro en el pecho de color rojo. Su cara, parecía que estaba enfermo, pero sus labios eran rojos, muy brillantes, como si se pusiera el labial de la hermana Lucía.

–¿Estás enfermo? – le pregunté desde la ventana.

 

–Ehm… no. ¿Qué haces aquí?

 

Sonaba enfermo, tenía la voz rasposa como cuando tienes tos. A mí no me engañaba, yo era muy lista y podía saber cuándo alguien está enfermo.

 

–Estoy viendo. ¿Quién eres?

 

–Pequeña, debes salir, te van a regañar si ven que estás aquí.

 

–Todos están adentro asustados del frío, pero a mí no me asusta, me gusta el frío.

 

El señor grandote soltó la puerta y la abrió, tuvo que agacharse para pasar por ella, eso me dio risa.

 

–Eres muy grande.

 

–Sí, y tú eres muy pequeña. Vamos, – dijo mientras tomaba mi mano. – te llevaré de vuelta al patio.

 

Sus manos eran extrañas. Estaban delgadas, sus dedos parecían huesitos de pollo, y además estaban frías, muy frías; eso me gustaba.

 

–Tus manos están frías.

 

–Lo sé, lo siento.

 

–No, a mí me gusta el frío. – y puse su mano en mi mejilla.

 

El señor grande se me quedó mirando. Pobrecito, estaba muy enfermo, se veía en su cara.

 

–¿Cuántos años tienes, pequeña?

 

–Seis, cumplo siete en unos meses.

 

El señor grande me sonrió, su sonrisa también era extraña, era blanca, muy blanca, como la nieve de afuera; además, tenía unos dientes muy largos, de esos para arrancar la carne.

 

–Eres muy pequeña aún, no debes salir sin supervisión, te podría pasar algo.

 

–Pero estoy cerca de casa, es el edificio de al lado.

 

–Lo sé pequeña, pero nunca sabes qué monstruos pueden estar rondando por ahí. Ahora vamos, – me levantó con sus manos y me puso en sus hombros, era muy alto, podía ver todo desde ahí arriba. – te llevaré al patio para que vayas a tu casa.

 

El señor me llevó hasta el patio y me despedí de él, era muy amable, y me gustaba su piel. No le dije, pero quería visitarlo todos los días, o cuando pudiera, y poder sentir sus manos otra vez. Me fui a dormir feliz de haber conocido a alguien como él.

 

Desde entonces, todos los días esperaba a que todos se durmieran, y bajando por mi ventana, iba al edificio de al lado a visitarlo. Al principio se enojaba, y cerraba las puertas y las ventanas, ponía madera y otras cosas para taparlas, pero siempre entraba; una vez me metí por donde sale el aire en el techo, y casi me lastimé, pero el señor me atrapó en sus brazos antes de tocar el suelo.

 

Ese día, dejó de tapar las ventanas y las puertas, y dejó que entrara yo solita cuando quisiera. Todas las noches lo visitaba, y aunque le llevaba cosas para comer, o medicinas de las que tiene la hermana Beatriz, nunca quiso nada. Sólo me pidió que nunca viniera de día, porque me podían regañar; yo ya sabía que las hermanas entraban al edificio, pero no creo que ellas supieran de mí, me hubieran regañado.

 

Un día le pregunté su nombre. Se me quedó viendo mucho rato, y me siguió contando cosas de viajes y lugares muy lejos, y cuando ya me iba me dijo que se llamaba Franz, era un nombre muy lindo. El señor Franz y yo nos hicimos amigos, y él era muy feliz, creo que nunca tuvo amigos; también le pregunté por qué las hermanas venían a visitarlo en las mañanas, pero no me contestaba, o me pedía que nunca les dijera a las hermanas de él, o de que yo iba todas las noches. No importaba, yo era feliz así, y me gustaba ese lugar, quería vivir ahí y no en el orfanato, donde no tenía muchos amigos. Ojalá pudiera vivir con el señor Franz.

 

Un día, una de las niñas cumplió ocho años. En el orfanato siempre adoptan a todos, y eso nos hace muy felices; se llevan de todas las edades, pero siempre que uno de nosotros cumple ocho años, se lo llevan a su familia, y no son los papás quienes van por él. Yo pienso que es como la pizza, hijos a domicilio, y Franz siempre se ríe cuando se lo cuento; sabía que era gracioso, las hermanas se enojaban cuando les contaba ese chiste, Franz sí me entiende.

 

Cuando la niña cumplió ocho, las hermanas se la llevaron feliz por la puerta. Ha de ser bonito, saber que conocerás a tu nueva familia, pero yo no quiero alguien nuevo, quiero que me lleve el señor Franz. Cuando cumpla ocho, me iré a vivir con él.

 

Pero ese día fue extraño. En la noche, cuando visité al señor Franz, estaba muy diferente. Ya no se veía blanco, y sus dedos ya no eran huesitos, tampoco estaba frío; seguía siendo alto, pero se veía muy joven, ya no se veía tan extraño. Le pregunté qué le pasó, y entonces me levantó por los aires y se puso a bailar conmigo, eso fue muy divertido; me dijo que se había curado, y que ya no tenía que verse tan feo, que ahora podría salir un rato por la ciudad.

 

Pero yo no estaba contenta, no me gustaba que el señor Franz fuera normal, me gustaba diferente. Me gustaban sus manos de huesito, y su piel fría como la nieve. Cuando le dije cómo me sentía, el señor Franz sonrío, y tomando mi cara con sus manos, me dijo que volvería a estar así, como me gustaba, pero que se volvería a recuperar, y así, una y otra vez.

 

Eso me tranquilizó, no quería que el señor Franz dejara de ser mi amigo, me gustaba cómo era, no como las niñas del orfanato que se asustan de todo. Seguí saliendo con el señor Franz todas las noches, y a veces me quedaba dormida con él, pero siempre aparecía de vuelta en mi cama con todas las niñas. Era feliz, siempre que estuviera con el señor Franz.

 

Un día, mientras estaba con su cara de enfermo, el señor Franz me volvió a preguntar mi edad. Yo ya tenía siete años, pronto sería una niña grande, y saldría del orfanato con otra familia; pero le dije que yo no quería una familia, quería estar con él, y les diría a las hermanas que me dejaran ir sola por la puerta.

 

Pero el señor Franz se puso triste, muy triste. Comenzó a llorar, y yo lo abracé para que no llorara, pero siguió llorando. Me dijo que buscara a una familia, que por favor fuera adoptada, pero yo no podía hacer nada, los niños no escogen, y lo seguí abrazando hasta que se hizo de día.

 

Pasaron varios meses, y niñas llegaban y se iban, las de ocho siempre salían por la puerta, y esos días el señor Franz se recuperaba. Mientras más meses pasaban, el señor Franz se ponía más y más triste, y yo sólo quería que se animara. Pero yo sé que se pondrá feliz, lo sé, porque mañana es un día especial.

Mañana me voy del orfanato, y quiero irme con el señor Franz. Si alguien encuentra esta carta, y no me fui con él, por favor, cuídelo mucho, se siente muy solo en esa casa vieja; sé que está triste porque me iré con otra familia, pero no es cierto, no dejaré que me lleven lejos del señor Franz.

 

Por favor, cuídenlo mucho. Es muy extraño, pero es bueno; le gusta bailar, y contar historias, y le gustan mucho las niñas pequeñas como yo.

 

Hasta mañana señor Franz, le llevaré un pedazo de mi pastel de cumpleaños.

bottom of page