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Invocación

 

¿Qué es un monstruo?, ¿acaso alguien con aspecto deforme o bestial, que tiente a la imaginación en una retorcida imagen de horror?, ¿un ser con atroz figura y apéndices varios, apenas distinguible con coherencia para la pobre cordura de la víctima?.

 

No, un monstruo no lo es por su rostro; se distingue por sus acciones, no por su figura; se revela por su mente, no por su cuerpo. Los monstruos se dejan ver por su alma.

 

Fui arrancado del sueño por un abrupto despertar, o quizá aún fuera parte del sueño, quiero pensarlo así. Desperté de pie, con el cuerpo erecto y rígido, tan solo abriendo los ojos con inusual pesadez, sumergido en una infinita oscuridad.

 

Supuse que aún mantenía los ojos cerrados, pero no era así, sentía los párpados abrir y cerrar, y sin embargo nada cambiaba a mi alrededor; me encontraba rodeado por la negrura infinita, y ni encima ni debajo, encontré final para la distancia.

 

Mientras trataba de liberar los brazos, entre la oscuridad brotó un débil brillo sobre mi cabeza. No podía alzar la mirada, pero podía entreverla, una línea curveada que me cubría como un halo, brillando con un tono rojizo sobre el fondo negro. La línea descendía, y entonces entendí que era un círculo, pasando de mi cabeza a los pies, consumiéndome.

 

Cerré los ojos con fuerza, pues en cuanto el aro tocó mi cabeza, sentí un dolor ardiente, una marca de hierro rojo deslizándose sobre cada centímetro de piel. Tras el halo sentía el aire rozando la carne expuesta, y pensé que el fuego me había desollado en vida.

 

Una vez que la línea terminó con la punta de los pies, abrí los ojos estando seguro que seguiría en la misma oscuridad, pero me equivoqué.

 

La luz roja me dio la bienvenida, pero esta vez podía observarla; cirios, todos negros y encendidos, desprendían una flama rojiza que alumbraba un salón a cuatro paredes. Al fin podía moverme, o al menos la cabeza, pues mis brazos y piernas continuaban rígidos; y al girar el rostro me percaté de su presencia.

 

Cinco criaturas me rodeaban, ubicadas cada una al lado de un cirio, en la punta del pentagrama bajo mis pies. Me contemplaban bajo sus capuchas, y podía sentir su sonrisa oculta tras la sombra. Reconocía a esas criaturas, su baja estatura e innata curiosidad, sus dedos alargados asomándose en las mangas, y sus ojos brillantes como estrellas. Pequeños duendes, insignificantes para nosotros, pero peligrosos cuando eran varios, de alguna manera me habían secuestrado.

 

Uno de ellos se me acercó, lo contemplaba espantado, horrorizado pues sabía lo que iba a hacerme. En una mano brotaba un acero afilado, brillando con la lujuria de la sangre y la ansiedad del sacrificio, y su destino era mi cuerpo; en la otra mano un cáliz de madera, dispuesto a recibir mi interior, bañarse con el rojo de la vida.

 

El aroma a incienso y el coro gutural durmieron mis sentidos. El acero penetró mi abdomen, y sentí el dolor como un hormigueo agudo en las entrañas, decantando la sangre sobre el cáliz receptor; pero al sacar el cuchillo, el aire frío combinado con el humo penetraron la herida, y todo el dolor apagado se concentró en un preciso instante para estallar muy dentro de mi cuerpo.

 

Grité, rompiendo el sello en el suelo, y con fuerza destrocé las invisibles cadenas que congelaban mis miembros. Las pequeñas criaturas revelaron su verdadero rostro, y sus ojos reflejaron el terror por la furia, algunos huyendo de la sala, otros rezando por recuperar su poder; no lo lograron, en un intento de alcanzarlos derribé uno de los cirios, y el círculo se rompió no solo para liberarme, sino regresarme a la realidad, despertando al instante sobre el escritorio.

 

Casi arranqué un trozo de la mesa por el espanto, mientras trataba de alejarme del aún ilusorio círculo que se filtraba por el rabillo del ojo. Tardé un poco en percatarme de que había regresado a la tranquilidad de la biblioteca, y tras un breve suspiro, me levanté de la silla para descansar propiamente.

 

Un dolor me asaltó. Me llevé las manos instintivamente al abdomen, y pude sentir la marca, una cicatriz dejada por el ardiente hierro de la criatura. Recorrí las escamas para dejar ver su trayecto, y tras espantarme por su presencia, caí de vuelta sobre mi asiento, agradecido de haber sobrevivido a tan horrible invocación de los humanos.

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