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Mi Arte

 

Las mañanas son mejores con café.

Enderezarse, respirar profundamente sentado en la cama, poner los pies en el piso, disfrutar la sensación bajo mis dedos. El tacto, el olor, la visión de mi hogar me llena de alegría; me recuerda a mi vida antes del retiro, cuando mis dedos acariciaban la fina línea entre la vida y la muerte.

Tomo una, tomo dos, tomo tres; las pastillas me ayudan a entender la belleza. Avanzo hacia la puerta, y mientras giro el pomo me concentro en su superficie, en su deliciosa textura incoherente, las palpitaciones erráticas, el aroma de hierro inundando el ambiente. Está desapareciendo, lo puedo notar y no quiero eso; debo darme prisa antes de que la imagen se borre de las paredes.

La cocina es igual al resto de la casa. El aroma a hierro, inhalo profundo para llenarme de él; un toque ligero de azufre, algo dulce y algo amargo, lo amargo está creciendo, está muriendo. La cafetera está ahí, me espera, se activó sola antes de mi despertar, lo sé porque me está observando, y parpadea gustosa como si disfrutara de mi presencia; su ojo castaño con largos párpados, es de ella, era de ella, y ahora es de mi hogar.

El aroma del café es delicioso. Su textura un tanto oleosa, su olor a hierro oxidado, su color carmesí, y su sabor entre dulce y amargo. Tomo una, tomo dos, tomo tres pastillas; y las paso con el exquisito café de la mañana, acariciando la carne sobre la taza, contemplando las pústulas de la ventana, caminando sobre las entrañas de mi hogar. Esto es mi arte, es la belleza de mi pasado como cirujano, y mi vivir como retirado tras continuar con las prácticas; algunos dirían amorales, otros dirían psicóticas, pero pocos entenderían lo que es mi arte, lo que es disfrutar un café en la mañana.

Pero mi casa está llorando.

 

Puedo sentirlo. El aroma disminuye con el tiempo, y la carne retrocede de las paredes; las bocas callan y los ojos se apagan, y pronto los latidos cesarán. Debo alimentarla, debo ir por más carne, vísceras y sangre antes de que muera.

 

Abro el cajón de la alacena, y mi cuchillo alegre me observa; sonríe porque está feliz de cumplir su misión. Lo tomo del mango junto con dos jeringas, diez mililitros bastarán para permitirme rozar la línea entre la vida y la muerte; ahí tomaré su carne, ahí tomaré su esencia para hacerla una conmigo, con mi hogar.

 

La carne bulbosa forma un pasaje hacia la escalera, y avanzo con el ritmo de los latidos, cada vez más rítmicos conforme desciendo a la vida. El sótano no es oscuro, al contrario, ellas desprenden una luz que ilumina cada rincón, la luz que mi santuario requiere para vivir. Están recostadas sobre las camas, en silencio, dormidas, aguantando en un sueño del cual no pueden despertar, fruto de mi pasado y conocimiento.

Todas brillan, eso es bueno, usualmente una o dos dejan de brillar y debo desecharlas, pero hoy es un día feliz. Lidia aún respira agitado, subiré la dosis para que pueda descansar; la bradicardia de Isabel se estabilizó, sabía que el estimulante sería de ayuda; pero ninguna está en condición, ninguna es óptima para ser mía, excepto una.

 

La nueva. Apenas la traje aquí y todavía no absorbe la dosis por completo; pero hay algo en su brillo, algo que inunda mi alma con alegría, que me provoca a elegirla. Aún tiene su ropa, la traje con prisa para evitar que despertara; pero no importa, su estadía aquí habrá sido la más corta de todas, para su alegre destino.

La desconecto del equipo, y aprovechando la intravenosa agrego el contenido de las jeringas. Diez mililitros serán suficientes para mantenerla viva, pero ajena al mundo mientras me encargo de consumir su luz, una luz que desaparecería su muriera en el proceso. Le alzo sobre mis hombros los cuales, aunque viejos, son capaces de soportar su peso. Las membranas de la escalera palpitan felices, casi eufóricas por el ofrecimiento, pues pronto tendrán nuevas amigas con las cuales danzar. El camino se abre con llagas, mientras un sonido crepitante me invita a la cocina para preparar el desayuno; están felices, todos están felices, lo puedo sentir.

Dejo a la joven, Jazmín, creo que se llama; esta tiene unos deliciosos labios carnosos, un poco ajenos de tono, pero con una comisura que provocan acariciarlos de lado a lado. Tomo un sorbo de café mientras contemplo sus hermosos labios, los cuales seguiré admirando cada vez que los encuentre en algún rincón de mi hogar. Ella está dormida, pero no puede sentir, me he asegurado de eso; la necesito viva para que cada parte aún respire mientras se funde en mi santuario, pero ajena al dolor para que no se aparte de este mundo.

El cuchillo tiembla extasiado mientras posa perpendicular a su cuerpo, y lo entierro sobre el muslo hasta llegar al hueso el cual me reconoce como su nuevo dueño; lo tuerzo con técnica, y aprovecho los bordes dentados para serruchar hasta desprender el miembro del torso. La sangre no es problema, pero debo darme prisa antes de que su ausencia le arranque la luz que necesito, y con un soplete quemo la cara del cuchillo, el cual ansioso cauteriza la herida hasta dejarla ennegrecida por el calor. Ella no siente, pero su pierna ya no es suya, ahora está a mi lado, esperando a ser parte de mi hogar, parte de mi esencia.


Recorro lo que queda de su pantalón sobre la pierna desprendida, arranco un trozo del muslo de una mordida, y saboreo su carne mientras la sangre escurre por mi mentón; al mismo tiempo un agujero en la pared, un trozo que cedía la carne para dejar ver un azulejo de su antigua forma, fue rellenado con la nueva vida, joven y brillante que se fundía a las otras esencias, las cuales le daban la bienvenida con una serie de latidos mientras los fluidos le cubrían. Estaban felices, estaba feliz, porque mi santuario se llenaba con la luz de una joven, la cual daba una nueva pintura a mis paredes, cubriendo el lienzo de mi arte.


Sigo comiendo, sigo disfrutando del festín viviente sobre mi mesa mientras su corazón continúa latiendo, pero algo más llama mi atención. De alguna manera, mientras me encuentro hundido en el frenesí de la belleza, siento una pequeña piedra con sabor extraño, un poco agrio para mi gusto. Me deslizo hacia sus bolsillos los cuales, como envoltura corrida, cubren sus pantorrillas; dentro encuentro un último obsequio de mi alimento y pincel. Reconozco la piedra al instante, y no me sorprende encontrarla entre sus ropas, pero hay algo en ella que me llama; entonces recuerdo mis pastillas, y de alguna manera enlazo sus propiedades hasta confundirlas, ingiriendo la pequeña piedrecilla blanca para darle sabor a la carne en mi boca.

No termino de limpiar el hueso, pero está bien, guardaré la cena a partir de este suculento barniz para mi hogar. Después de un bien merecido festín tanto para mi santuario como para su artesano, procedo a terminar de desmembrar el torso de mi musa, no sin antes contemplar una última vez sus labios, los cuales con exquisito brillo me invitan a tomar un postre de lujuria, aceptando gustoso la sugerencia. Confundo mis labios con los suyos, y como roedor desgarro la suave goma de su tejido, mientras siento que a mi espalda comienza a formarse la misma obra en las paredes, igualando su color y consistencia. Abro los ojos al terminar de pintar mi lienzo, y con horror contemplo lo que menos esperaba observar en mi herramienta.

Sus ojos, sus ojos azules, abiertos y fijos sobre mis pupilas, leyendo mi alma, contemplando mi bestialidad, juzgando mi obra. Sus ojos me observan más allá de los sueños inducidos por la droga, y aterrado la arrojo de la mesa para poner distancia entre su consciencia y la mía. Nadie había despertado, todas estaban vivas pero nadie era consciente, hasta ahora. Ella me contempla, me acecha desde el piso sin parpadear, y yo trato de tranquilizarme después de la horrible imagen; ella sigue viva, y puede verme, pero no la dejo, no le permito contemplarme más, y furioso le arranco los ojos con el cuchillo para después masticar lo que queda de su sustancia. La odio, maldita perra cómo la odio, y penetro su cráneo por la órbita para terminar con la pesadilla.

Estoy sudando, estoy agitado por la horrible imagen de su mirada mientras me robaba su cuerpo. –Maldita perra. – susurro, y al final decido que no merece ser parte de mi santuario. Vomito la carne que ingerí sobre el lavabo, y puedo sentir cómo las paredes retroceden temerosas dejando espacios vacíos de la carne y las pústulas, cerrando los ojos y callando las bocas. No lo soportan, la quieren a ella, quieren unirse a ella, pero yo no lo permitiré; mi obra es sagrada, y las perras no tienen lugar en mi arte.

Termino de vomitar, y alzo la mirada para descansar la garganta, pero un ojo me observa desde la pared; es el ojo de Ana, la de la semana pasada, concentrándose en mi rostro por alguna razón. Volteo y contemplo una mano delgada, con los dedos escuálidos y las uñas pintada en barniz rojo, tratando de alcanzarme con ferocidad como si tratara de castigarme por mis acciones. Alzo los ojos al techo, y una mueca de desprecio se asoma sobre mi coronilla, mostrando los dientes afilados que reconozco como los de Elise, la fanática de rock metal. Algo está mal, la casa no está feliz, no quiere que esté feliz, quiere una parte, y si no la tiene, me tendrá a mí.

Las paredes laten violentas para alcanzarme. Debo correr, debo alejarme de las paredes, debo salir de mi obra antes de que sea tarde; pero no tengo salida, todo me rodea porque todo lo he construido así para contemplarlo siempre; ahora me doy cuenta de que yo también estoy dentro de su estómago, y seré consumido al igual que ellas.

Corro a la habitación, y de alguna manera la puerta no trata de devorarme, pero puedo sentir cómo el piso trata de subir por mis pies, reptando sobre mis zapatos para engullirme. Pateo con fuerza la carne mientras las bocas salivan y los ojos me enfocan, y cierro la puerta tras de mí.

Dentro es igual, solo mis píldoras siguen ahí, fuera de la carne, como si la estuvieran repeliendo. Tomo una, tomo dos, tomo cinco, tomo diez; quiero que regrese la belleza, quiero que regrese el arte de mi obra, quiero contemplarla y que me admire como yo la admiro; antes de que me consuma.

Las paredes comienzan a perder su estructura rígida, y ahora asemejan más la fluidez de su superficie; se tambalean y forman bóvedas y ligamentos carnosos, escurriendo pus y sangre por sus grietas, las cuales suturan y abren en ciclos constantes como cavidades que abren y cierran sus fauces. El piso y el techo se derriten, y como si siempre hubieran esperado para recuperar su amorfo comportamiento, se lanzan sobre mí en ambos puntos, consumiendo mis piernas y la parte superior de mi cráneo, sosteniendo mis brazos para dejar el torso expuesto.

Grito con desesperación, pero el aroma ferroso del ambiente coagula en mi garganta sellando mis cuerdas vocales, apenas dejando espacio para respirar. Debo salir, mi santuario tiene hambre y no lo alimenté, así que comerá por su cuenta, y yo soy lo más cercano con vida. Me comerá, me engullirá y seré parte de mi obra, pero yo nunca quise serlo; quiero verla, quiero contemplarla, pero no ser ella, porque si no estoy yo, ella se perderá, y no existirá más de una semana o dos; pero ella no lo entiende, me consumirá al igual que yo consumí sus partes, y las fundí en sus paredes.

La siento, se está formando frente a mí; no puedo verla pero puedo sentir su comisura aparecer entre la carne. En la pared que da cara a mi torso, una boca carnosa y falta de color, hermosa y deliciosa como acababa de probar, se está formando para consumirme con el mismo horror de su maldita mirada, apropiándose de mi arte como si siempre hubiera sido suyo.

–No, ¡Noooo!, ¡NOOOO! – grito una última vez, mientras siento sus dientes atravesar mi carne, mis huesos, mis vísceras; y hacerlos parte de su arte.

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