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La Pirámide de K'thun

 

–Son tierras olvidadas, anteriores de la conquista; – contaba el casero que hospedaba a mi equipo de expedicionarios – hundidas en la Selva Madre, hogar de los mil retoños, donde puede encuentre lo que busca. Pero le advierto, nadie regresa, y quizá le conviene dejar incompleto el mapa; avanzar a las ruinas de Chaltún.

 

–Chaltún lo conozco bien, y Chen Tzá también; pero somos exploradores, – interrumpí a nuestro anfitrión y guía – ansiosos por descubrir lo que nadie ha visto, desenterrar lo que está perdido. Seguiremos los indicios, y partiremos al amanecer para encontrar, lo que estoy seguro, será el mayor descubrimiento de la década.

 

Años de preparación culminaban ese día, el instante preciso de toda mi carrera, y no dejaría que la superstición nos detuviera. Desaparecidos todos, nos advirtieron los pobladores, sobre los que llegaron antes que nosotros; pero éramos los mejores, y solo nombres de jóvenes sin voluntad figuraban en la lista de extraviados entre el follaje selvático, algo común en la inexplorada península tropical.

 

–Se lo advertí. – concluyó nuestro guía – Usted y su equipo pagarán por su soberbia, que tan bien se nos da a los ingleses en tierra de españoles. Mis hombres no los acompañarán, pues su cultura les advirtió del lugar a donde ustedes van ahora, y les recuerdo, que fue una civilización de la cual solo quedaron historias.

 

–Y yo le agradezco la preocupación, pero seguiremos a pesar de ella. Gracias, y que pase una buena noche.

 

Terminamos la charla y nos dispusimos a dormir, esperando la salida al día siguiente. La noche siempre había sido placentera, a pesar de los mosquitos y el calor tropical; sin embargo, entre los sueños sufrí de las advertencias del casero, las cuales se transformaron en extrañas imágenes que apenas podía recordar, o evitaba recordar por alguna razón, convirtiendo la ansiedad en un temor por lo desconocido.

 

Desperté refrescado por la exquisita brisa matutina, alegre de ver a mi equipo listo para partir a la menor señal. Tras una breve preparación y desayuno, acompañado de las insistentes miradas del casero, partimos hacia nuestro destino a pie, rumbo al follaje siempre verde de las ruinas perdidas de la Selva Madre.

 

Un último vistazo hacia el pequeño poblado dirigido por nuestro amigo y compatriota, me regresó a sus advertencias; no por el recuerdo de la noche anterior, sino por un anciano lugareño, que con sus brazos desnudos hacía señales de negación, tan frenéticas que era imposible ignorarlas. Al ver que giraba para continuar mi camino sin tomarlo en serio, terminó gritando una palabra en su lengua natal, mientras formaba un triángulo con los mismos brazos ya agotados.

 

–¿Qué ha dicho aquel salvaje? – preguntó uno de mis hombres.

 

–Tu’uk, creo.

 

–Y eso es…

 

–Esquina.

 

Nos adentramos por el camino oculto entre la vegetación. El trayecto por alguna razón era serpenteante, jamás recto, jamás torcido, siempre siguiendo disimuladas curvas incluso cuando no hubiera obstáculos como árboles o rocas.

 

Seguimos avanzando por varias horas, protegidos del radiante sol por el espeso follaje, descendiendo por pendientes ocultas sin encontrar señales de nuestro objetivo. El tiempo parecía extenderse conforme avanzábamos, y las distancias crecían a pesar de continuar, tanto detrás de nosotros, como delante.

 

Juraría que nos perdimos días, aunque el sol dijera otra cosa; y justo cuando comencé a pensar que todo era un sueño, apareció frente a nosotros el objetivo de nuestro viaje.

 

Mis interpretaciones fueron correctas, la pirámide de K’thun al fin se mostraba ante nuestros ojos, perdida en la Selva Madre, arrancada de la historia por una civilización desaparecida. Su hermosa arquitectura previa a la hispanidad se comparaba a las otras pirámides descubiertas en el Oeste y Norte de la península, aunque la engañosa bóveda selvática la hiciera parecer de menor altura.

 

La vegetación escalaba sobre la roca esculpida de la pirámide, tanto musgo como enredadera, tratando de carcomer los grabados antiguos; pero de alguna forma mantenía su estructura intacta, como si el tiempo se hubiera congelado en los límites físicos de la piedra. Subimos por los escalones del frente, mientras contemplábamos los motivos a cincel y pintura, todos siguiendo patrones inusuales; desde el barandal hasta la cúpula, todo seguía siempre rectas verticales y horizontales, formando ángulos perfectos; no existía, ni en grabado ni arquitectura, pendiente o curva alguna que rompiera con su simetría perfecta.

 

Entramos por un extraño umbral rectangular, unido a un pasillo oscuro que iluminamos con un farol. La curiosa simetría no dejaba de maravillarme, al mismo tiempo que me llenaba de una sensación extraña, como si de entre los ángulos un ojo se asomara para contemplarnos. En más de una ocasión me detuve para observar las esquinas, tratar de cruzar la mirada con algo, pero solo era la superstición de los lugareños que había infectado mi mente, o la advertencia del casero que acosó mis sueños toda la noche.

 

Continuamos avanzando por el pasillo que doblaba ocasionalmente, siempre en un ángulo perfecto, manteniendo la simetría de toda la pirámide. La vegetación desaparecía gradualmente, al igual que el calor húmedo el cual era sustituido por el frío característico de la roca desnuda. Recorrimos horas por un pasillo que jamás variaba en su pendiente, algo ilógico pues no correspondía al tamaño de la construcción, convirtiéndose en un laberinto de irreales dimensiones. La luz del farol comenzaba a menguar, agitando una danzante flama por la falta de combustible, y cuando me dispuse a regresar sobre nuestros pasos, no pude encontrar a nadie.

 

El grupo, todos los exploradores que hasta ese momento se encontraban detrás de mí, habían desaparecido mientras contemplaba las esquinas. Mis amigos y aprendices, simplemente se desvanecieron, dejándome con la tenue luz del farol a punto de extinguirse. No había bifurcaciones ni laterales, no encontramos puertas ni accesos, solo un camino a seguir extendiéndose en la oscuridad.

 

Comencé a sentir las miradas otra vez, más presentes y penetrantes ahora que era consciente de mi soledad. Di media vuelta tratando de mantenerme calmado, ajeno a la paranoia del casero y los lugareños, pero mi mente comenzaba a jugar con la oscuridad, dibujando ojos donde las paredes se cruzaban.

Comencé a correr. Traté de regresar sobre mis pasos buscando la salida, algún rastro de mis hombres, lo que fuera que me devolviera la cordura, pero solo pude contemplar oscuridad. La luz del farol se extinguía lentamente, y las sombras dibujaban criaturas donde antes solo había sugestiones.

 

Corrí agotando toda energía posible, aprovechando los últimos segundos del farol, y justo cuando esperaba desaparecer bajo la oscuridad del infinito laberinto, otra luz aparecía para salvarme de la locura.

 

Una antorcha adherida a la pared comenzaba una serie de luces que avanzaban por el pasillo por donde entramos, pero no recordaba haberlas visto antes. Seguí corriendo tras cada una con la seguridad de que me guiarían a la salida, a pesar de que solo existía un camino, alejando la oscuridad que quedaba detrás. Sin embargo, podía sentir los ojos a mi espalda; aquellas miradas ya no se limitaban a contemplarme, sino que me perseguían, guiadas por las paredes del recto camino, extendiendo sus garras para atraparme en las sombras.

 

El pasillo se volvía más angosto a cada paso, y la oscuridad comenzaba a extenderse hasta alcanzar mi velocidad. Podía verlos, no era mi imaginación, estaban ahí; sus ojos amarillos de pupila alargada, sus hocicos extendidos tratando de saltar de la pared, corrían tan rápido que apenas estaba a un paso delante, pero no podía seguir, no lograría escapar a tiempo.

 

Las luces eran consumidas por las sombras, y ya no sabía si lo que escuchaba eran sus patas o el batir de alas, pero justo antes de que el primero de ellos me alcanzara, logré entrar a una habitación, una bóveda pequeña de perfecta circunferencia, sin salidas salvo por el umbral por donde acababa de pasar. Quedé aterrado ante el final de mi camino, y sin una sola pizca de esperanza, decidí esperar el horror de mi destino.

 

Nada.

 

Giré lentamente para contemplar la razón de la espera, y lo que observé seguirá atormentándome hasta el final de mis días, y puede que mucho después de ello. El pasillo se encontraba hundido en la completa oscuridad, la cual no avanzaba más allá del umbral de la sala, y dentro de la negrura estaban ellos, bufando y aullando, con un sonido tan abismal como el mismo vacío del espacio infinito, dándole nombre al silencio absoluto. Sus hocicos escurrían una baba oleosa, de un oscuro azul etéreo similar a la noche; sus ojos amarillos eran la única luz resaltando en la profundidad, iluminando lo poco que podía contemplar de sus grotescos rostros largos, más similares a los caninos de nuestro mundo, pero tan lejos de cualquier criatura posible.

 

No podían avanzar, estaba encerrado, pero ellos tampoco podían alcanzarme; por alguna razón solo podían permanecer en el recto pasillo, pero jamás atravesar el curvo umbral de la bóveda. Entonces, como si la pesadilla luchara por continuar, un temblor sacudió las paredes y el suelo, tan fuerte como para desquebrajar la roca.

 

En cuanto las grietas comenzaron a formarse, la oscuridad se extendió por ellas tratando de cubrir cada rincón de la habitación; no podía posarse en la superficie curva, pero se expandía sobre los ángulos, y sus ojos se asomaban entre las fisuras. Sentía su sed de sangre, su hambre por la carne cubriendo mis huesos, ambos avanzando por cada grieta que ahora se extendía por el suelo para alcanzarme.

 

Estaba perdido, no podía salir, no podía escapar; solo había una salida, pero estaba oculta, consumida por la oscuridad, y custodiada por esos demonios de ojos amarillos. En cualquier momento, en cuanto la primera grieta me alcanzara, todo terminaría, sería despedazado por la oscuridad, destazado en un charco de sangre y mucosa azul; y mi mente, si sobrevivía, se dispersaría en un abismo infernal.

 

Y solo había una salida.

 

En cuanto las grietas alcanzaron el centro de la habitación, los ojos amarillos se movieron por cada fisura, atravesaron el piso y se colocaron justo bajo mis pies; ese fue el instante, el momento que esperaba.

 

Arrojé el farol vacío hacia las grietas, salté justo a tiempo para esquivar las fauces de las criaturas, y me hundí en la eterna oscuridad del pasillo, esperando caer en cualquier sitio fuera de la pirámide. Cerré los ojos, me concentré en lo que fuera a sentir, y me dejé llevar por el destino.

 

Desperté.

 

Al abrir los ojos sudaba frío, jadeaba por la excitación de saber qué había detrás de las sombras. Estaba en una habitación, cubierto con las sábanas y la tela; la habitación del casero, nuestro amigo inglés que nos hospedó antes de la expedición. Tras recuperarme de la pesadilla, busqué a mis hombres que recordaba debían estar ahí, pero el inglés, al recibirme con euforia, dijo que habían partido hacía días, mientras yo enfermaba por sabrá cuál enfermedad tropical, postrado en cama sin oportunidad de continuar.

 

Todo había sido una pesadilla, fruto de la fiebre y la paranoia por la superstición de los lugareños. Salí del poblado y partí hacia el océano, regresando a mi hogar que tanto extrañaba después de tan horrible aventura, la cual fuera real o no, había logrado minar con mi sentido de explorador.

 

Pero no importaba cuánto lo intentara, no era capaz de olvidar las ruinas, la pirámide, y sus fauces esperando en la oscuridad. Sentía la atracción de la Selva Madre, pero el temor y la angustia acompañaban sus visiones, e impedían que partiera.

 

Varios años después decidí regresar. Las pesadillas y terrores no dejaban de atormentarme, y sabía que algo debía enfrentar en la pirámide. Organicé una nueva expedición, con hombres esta vez capaces de defenderme si era necesario; cargamos armamento y municiones, y me llené de sabrá cuánto acero afilado pude encontrar.

 

El casero, envejecido pero aún jovial, volvía a repetir las advertencias que esta vez me causaban más aberración que agradecimiento, y siguiendo los pasos previos, avanzamos hacia donde yo sabía, debía estar la Pirámide de K’thun.

 

Pero nada pudimos encontrar. En el sitio solo quedaban ruinas, muros destruidos de la antigua civilización, consumidos por la vegetación selvática.

 

Encontramos el cuerpo de mi anterior equipo, varios cadáveres esparcidos sobre la roca, seguramente atacados por los jaguares de la zona; pero mientras el grupo se preparaba para regresar, mi atención se vio atraída por un brillo entre las hojas y la piedra.

 

Justo sobre una loza circular, fragmentada por el pasar del tiempo, se encontraba un pequeño farol vacío con el cristal de la cámara roto, y sobre los trozos una mancha seca, coagulada, de un líquido azul nocturno.

 

–Señor, venga a ver esto. – interrumpió uno de mis hombres.

 

Analizaban los cadáveres del anterior grupo, mientras recuperaban sus huesos para darles sepultura. La carne había sido arrancada, pero aún mantenían el aroma de la sangre expuesta, y el color del músculo vivo.

 

–Esto fue reciente.

 

Y entre la carne se filtraba, aún viscosa y abismal, el baboso líquido azul que brotaba de aquellas criaturas.

 

 

Basado en “Los Perros de Tíndalos”, de Frank Belknap Long. Parte del Universo Lovecraftiano.

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