top of page

Rosal

 

¿Te gustan los rosales?

Muchas personas piensan que las rosas son comunes, plantas simples y corrientes que reflejan la falta de cariño de un hombre; pero pocos conocen la verdad detrás de su cautivadora imagen. Las rosas son pasionales, quizá las flores más intensas de todas; su aroma, sus colores, la sutil curva de sus pétalos coronando una trampa de espinas, son el fiel reflejo de un amor desenfrenado.

 

Yo trabajaba en una florería. Era un amante de las plantas, y las flores eran mi imagen favorita, en especial las rosas. Cambiar la tierra o nutrirla todos los días, un riego en la mañana y otro en la noche, recortar las espinas y limpiar las hojas, y abrir los pétalos de las más jóvenes; todo esto era mi labor de cada día, y mi placer, pues amaba a cada una de mis flores como si fueran mis propias hijas.

 

Un día, avanzaba la mañana como todas las demás, esparcía el rocío sobre unas orquídeas cuando sonó la campanilla de la puerta. Era una hermosa mujer floreciendo una juventud tardía, con unos exquisitos rizos de enredadera, y un rostro tan suave y frágil como una violeta. Al caminar su cadera se desplazaba como el girasol al atardecer, en un hipnotizante bamboleo como la venus atrapando a la mosca.

 

Se aproximó con un notorio coqueteo, y yo, divertido y siguiendo la intención, le ofrecí la atención que tanto me pedía. La invité a oler las flores mientras me atrevía a inhalar sobre su cuello, rozaba su brazo para acariciar las hojas, y la orientaba con mis manos sobre su cintura para mostrarle cada rincón de la florería. Era un jugador, disfrutaba seducir a las hermosas mujeres capturadas por los aromas del polen y los pétalos, y jamás desperdiciaba una oportunidad; pero aquella mujer era especial, pues no sólo se permitió jugar conmigo insinuando que no se percataba de mi coqueteo, sino que también se atrevía a seducirme con una singular mirada y un desliz de sus labios.

 

Ese fue el inicio de nuestro juego. A partir de ese día, todas las mañanas a la misma hora, entraba a mi florería la grácil y exquisita mujer que me provocaba con sus insinuaciones. Jugábamos el uno con el otro, compitiendo por ver quién atrapaba a quién; pero al final creo que fui yo quien perdió, pues me invitó a su hogar al quinto día, y desesperado por encontrarle el final a su vestido, acepté para encontrarla esa misma noche.

 

Dar con la casa no fue difícil, pero no por la dirección que me había dado aquella hermosa mujer esa misma mañana, sino por lo llamativo de su hogar. Parecía un cruce de casa descuidada y jardín exuberante, con gruesas enredaderas subiendo por las paredes, pintando de verde y marrón cada rincón del pórtico. Me acerqué a la puerta contemplando la vegetación, y me di cuenta de que, al contrario de la primera apariencia, mantenían un orden y un cuidado exquisitos; carecían de espinas, sólo había ramas primarias creciendo paralelas al techo, e incluso las hojas se acomodaban alternándose unas sobre otras. Era, sin lugar a dudas, el trabajo de un experto.

 

La puerta se abrió casi al instante en que toqué el timbre; me recibió la misma hermosa mujer, con su coqueta postura y sus ademanes carentes de pudor, sin mencionar que vestía una blusa de seda transparente, y nada debajo a juzgar por el contorno de sus pezones brotando de su pecho. Mi corazón se descontroló, y pronto sentí la sangre bajar a mi miembro, ansioso de conocerla más de cerca.

 

Entramos, y aunque quise saltarte encima al instante en que crucé el umbral de la puerta, una visión me detuvo para cautivarme, quizá más que el físico de la mujer. El interior de la casa era un invernadero nada improvisado, con plantas de todo tipo, azaleas adornando las mesas, siemprevivas creciendo en los rincones, gardenias y violetas en hileras enmarcando los pasillos, toda flor llamativa y de colores variados, impregnando el interior con un arcoíris de aromas indescriptible. Mi florería hubiera perecido de la envidia de conocer aquel hogar.

 

Estoy muy seguro que la mujer se percató de mi sorpresa, pues sonrió, y me invitó a contemplar lo más bello de toda la casa, el jardín; y no mentía, pues al salir por la puerta de atrás, el interior controlado era sustituido por una selva de gran tamaño, árboles frondosos de troncos leñosos, y arbustos floridos con el verde más vivaz que hubiera conocido; sin embargo, toda planta, toda flor en el jardín, en la casa, en el mundo, era insignificante comparada con el punto central, el objeto de toda mi atención y, estaba seguro, del cariño de la mujer; un hermoso rosal rojo de un metro de altura, brotando de un único tallo, de hojas brillantes y espinas firmes, y pétalos abiertos en la más hermosa combinación de juventud y madurez para una flor. El rosal más bello que jamás hubieran contemplado mis ojos.

 

No sé si fue su imagen, el aroma de sus pétalos, o la mujer que se frotaba frenética contra mi cuerpo; cedí a mis deseos, y en frente del hermoso rosal del jardín, nos tiramos sobre el pasto para desnudarnos en la oscuridad, recorriendo cada rincón, acariciando nuestro sexo uno contra el otro, hasta dejarnos llevar por el ansiado momento de un orgasmo.

 

Pero, a pesar de estar disfrutando del arranque carnal con tan exquisita mujer, había algo extraño de lo cual no me percaté hasta mucho después, y ahora, al recordarlo, tiemblo de sólo pensarlo. Mientras la penetraba contra el húmedo pasto nocturno, sintiendo su respiración en mi cuello y sus manos en la espalda, a mi mente sólo llega la imagen del rosal, la razón de mi excitación, la cual podría confundirse con alguna especie de torcido bestialismo, si es que tiene alguna lógica lo que estoy diciendo.

 

Sin embargo, lo más extraño ocurrió al consumar el acto. Cuando alcancé el clímax y estaba a punto de soltar mi semilla, la mujer se despegó de mi cuerpo, y con su boca me obligó a terminar, recibiendo todo mi semen entre sus manos. Al principio aquello no me pareció raro, y disfruté el acto de igual manera, pero cuando vi cómo vertía los fluidos en el rosal, mi expresión cambió al instante.

 

Era extraño y perturbador. Me explicó que tenía sus propios métodos para mantener la salud de sus retoños, y que aquel rosal, por sobre todas las demás, era quien merecía más cariño y cuidados. Al principio no sabía cómo interpretar la acción, pero supe apreciar el amor que la mujer procuraba con sus plantas; al fin y al cabo, yo hacía lo mismo en mi florería, susurrándoles palabras de amor, tratándolas como a mis hijas; y aunque aquello era un poco exagerado, supe pasarlo por alto, e incluso repetirlo un par de ocasiones más esa misma noche.

 

Ese fue el inicio de nuestro peculiar ritual nocturno. Cada noche, alrededor de las nueve, era recibido en su casa llena de vida vegetal, y hacíamos el amor en el jardín, justo enfrente del mismo rosal, entregados a la pasión hasta que, llegado el clímax de ambos, vertíamos nuestros fluidos sobre las raíces de la hermosa planta de rojas flores.

 

Así pasaron los días, las semanas, los meses, y cada vez que nos encontrábamos, no podía hacer menos que admirar la dedicación de la mujer para con sus plantas. Jamás, en toda mi vida de florista, había contemplado tanto amor por una flor, así como tampoco había visto un rosal más hermoso y cuidado, como el que adornaba el centro de ese jardín, y nos observaba todas las noches para alimentarse de nosotros.

 

Un día, sabiendo del cariño que la mujer mantenía con sus plantas, decidí hacer una preparación especial, un abono artesanal que había aprendido de mi madre, con una receta única de familia. Sabía que ese aditamento haría maravillas para sus flores, en especial para el rosal del jardín, y ansioso por enseñarle la sorpresa, partí esa noche más temprano imaginando su rostro de alegría por el regalo de un enamorado.

 

Abrió la puerta sorprendida, ni siquiera estaba vestida, y el interior de su casa se veía descuidado, salvo por el verde de las plantas. Pasé apenas saludándola, y me dirigí hacia el jardín con el rosal, dispuesto a nutrir la tierra frente a sus ojos. Ella corrió detrás de mí, asustada por alguna razón que no comprendía, pero estaba tan cegado por el deseo de mostrarle mi regalo que no me detuve a preguntar.

 

Cuando estuve de frente al rosal, tan hermoso y brillante como siempre, saqué una pequeña bolsa con el abono especial, y lo vertí en la tierra del mismo modo que hacíamos cada noche con nuestros fluidos. Creí estar haciendo lo correcto, creí que el regalo le sería muestra suficiente de mi amor hacia ella y su jardín, pero fue una completa equivocación.

 

Sentí el fuerte golpe en mi cara, tan intenso que me arrojó contra el pasto; me había propinado una bofetada, y espantado giré el rostro, sólo para entrever las lágrimas cayendo de su mejilla en una expresión de coraje. Me gritó todo tipo de amenazas, palabras que no creo entendiera su significado, y al final, rogando que me marchara, me insultó con todos los sinónimos de la palabra traidor.

 

No entendí lo que había hecho mal, sólo quería demostrarle mi cariño, y el cuidado que yo también podía darle a su rosal; pero el daño ocurrió, y no podía cambiar nada, así que decidí marcharme, y quizá, tratar de encontrarla en otro momento.

 

Regresé a mi vida normal como florista, pero por más que lo intentaba, no podía olvidar a aquella apasionada mujer de exquisita figura y corazón tan puro, ni a su verde hogar, ni mucho menos, a su hermoso y brillante rosal. Mis plantas también lo sintieron, algunas comenzaron a cerrar antes de temporada, unas pocas se marchitaron por mi involuntario descuido, y la mayoría sufría por mis momentos de abandono mientras me sumía en los recuerdos de nuestras noches en el jardín. Traté de encontrarla varias veces, visité su casa en repetidas ocasiones, pero jamás volvió a abrir la puerta por más que insistí; y aunque podía entrar a su jardín por la parte de atrás, no me atreví a pasar pues buscaba su perdón, no empeorar la situación.

 

O al menos así fue, hasta que la vi con otro hombre.

Me retiraba a mi hogar, cuando alcancé a verla en una esquina, acompañada, tomada de la mano con un completo extraño. El tipo no era atractivo, ni siquiera era decente, más parecía un vagabundo sacado de la peor de las cloacas, con un abrigo desgastado y un pantalón descolorido y desgarrado. Sin embargo, ella seguía caminando con su porte de elegancia, seduciéndolo como alguna vez hizo conmigo, llenándome con tal rabia y celos, que por un instante creí abalanzarme sobre ellos para exigir una respuesta, pero decidí esperar, paciente, ver si las cosas eran como yo las pensaba.

 

No me equivoqué. Oculto tras la yerba crecida de su pórtico, contemplé cómo lo invitó a pasar sin vacilación, y observaba desde la ventana, cómo lo desnudaba con tal desesperación, que parecía le arrancaría la misma piel si con ello satisfacía su lujuria. Lo arrastró hacia el patio y los seguí, y enfrente de nuestro rosal, el mismo que nos vio declarar nuestro amor tantas noches, se revolcaron como animales salvajes, ella dándole su cuerpo quizá por lástima, y él dándole sus jugos para alimentar a sus plantas.

 

No lo soporté más, quise levantarme y salir al patio para hacerles frente, moler a aquel imbécil a golpes por tomar a mi amada, pero algo me detuvo. Al principio fue una sensación, como si el aroma del aire pasara de un dulce caramelo al más amargo y pútrido vestigio de cadáver, y frente a ellos, el rosal se retorcía rabioso, mientras recibía el semen del extraño.

 

La escena cambió por completo. Ya no sentía la pasión ni el deseo, sentía una abismal desesperación, miedo y coraje, una rabia que se impregnaba en todo el jardín y se intensificaba cerca del rosal. El hombre, aquel pobre diablo que fue embaucado por mi amada, estaba congelado en una expresión de horror; debió sentir lo mismo que yo, pero al estar tan cerca del rosal, su propio cuerpo debió paralizarse en defensa, como la presa que sabe, enfrente de la trampa ya cerrada de la Venus, que su destino se ha cumplido en un final trágico.

 

Pero no fue el rosal que consumió al hombre, fue ella. Con una pala de jardín afilada, atravesó su cuello en un corte perfecto, dejándolo desangrar sobre el jardín; él nada pudo hacer para evitarlo, y con la vida apagándose en sus ojos, cayó al suelo para servir de abono al hambriento rosal. Ella, quien ahora parecía todo menos humana con la expresión de rabia y horror en su rostro, sacó una pala de mayor tamaño, y enterró el cuerpo justo frente al arbusto. Me llamó la atención la tierra que ya estaba un poco suelta, y estaba seguro que no era la primera fosa que cavaba en poco tiempo.

 

Debí huir, debí escapar con todas mis fuerzas, buscar a las autoridades y declarar el homicidio; pero algo me detenía a hacerlo. El aroma, la amargura del jardín me había atrapado al igual que aquel hombre, y por más que mi mente sacudiera el estupor de mi cuerpo, este no se movía. Qué clase de embrujo había causado en mí, qué magia o veneno era aquel que me atrapaba en su trampa invisible y me impedía escapar; no lo sabía, pero provenía del jardín, o más específicamente, del maldito rosal.

 

El aroma amargo desapareció tan pronto cubrió de nuevo la fosa con la tierra, y se retiró al interior de su casa, quizá para olvidarse de la horrible escena. La dulce sensación del jardín regresó a la normalidad, y con la amenaza eliminada, mi cuerpo recuperó la voluntad para moverse.

 

Nuevamente debí escapar, pero no podía. Ella ya no estaba en el jardín, pero seguía sintiendo una presencia, algo que me llamaba con su aroma dulce para contemplarla. Sabía lo que era, pero no podía resistirme, su llamado era más fuerte que mis miedos, y cediendo a su deseo, me dejé arrastrar hacia el rosal.

 

Qué bello era ese rosal, las hojas brillantes y finamente delineadas, sus espinas afiladas y firmes, y cada uno de sus pétalos bien distribuidos con ese vivaz color carmesí. Me llamaba, quería ser tomada, quería ser acariciada por mis manos de florista, e impregnarse con el sabor, el producto, de mi propio cuerpo.

 

Caí de rodillas, estiré la mano, quería acariciar sus pétalos, y ella quería ser acariciada como todas mis hijas; y cuando mis dedos estaban a escasos centímetros de sus flores, una sombra me regresó a la realidad. Alcancé a esquivar el cuchillo; ella había vuelto, la mujer, mi amada, sonreía con una expresión que rayaba en la histeria y la psicosis; estaba débil por el control del rosal, y apenas podía diferenciar su presencia de un sueño, pero a pesar del letargo, logré arrodillarme frente a ella.

 

Sabía qué volvería, me lo confesó con lágrimas de alegría; me extrañaba, y el rosal también. Ambas me querían de vuelta, querían sentir mis manos, mis abrazos, mis cuidados, mi pasión; yo no sabía qué sentir, estaba horrorizado por su locura, y embelesado por el aroma del dulce jardín, pero mi cuerpo lograba soportar un poco de su control, pues sabía que, de rendirme, lo único que me esperaría sería la muerte.

 

Se tambaleaba de un lado al otro, como si estuviera ebria, seguramente lo estaba. Detrás de mí, sentía también cómo el rosal se retorcía de alegría, y entendí que estaba atrapado entre el cuchillo y sus encantos. Abrió sus brazos, quería abrazarme, pero yo sólo quería escapar, quería salir huyendo de aquella trampa mortal disfrazada de jardín; pero cómo, no podía, mi cuerpo apenas respondía, y sabía que, de dejarme atrapar por sus manos, terminaría igual que el pobre hombre enterrado bajo mis rodillas.

 

No, no podía rendirme, aún había algo que podía hacer. Estaba cerca, lo recordaba, aquella pequeña pala afilada que usó para asesinar al pobre imbécil; pude verla, pero apenas si la alcanzaba, y mi cuerpo entumecido apenas si respondía. Ella se acercaba lentamente, rogando porque volviera a ella, recordando nuestros felices momentos frente al rosal, tan sumida en nuestro pasado, que no se percató cuando tomé la pala, ni mucho menos cuando, al estar a nada de cerrar sus brazos sobre mi torso, la clavé en su pecho en mi única oportunidad de escapar.

 

Es aquí donde mi recuerdo se confunde con la pesadilla, donde ruego que todo fuera producto del polen o la locura. Creí por un instante estar salvado, que el sacrificio de mi amada fuera suficiente para terminar con el horror de aquella noche, cuán equivocado estaba, aquello sólo estaba comenzando. La mujer, la maldita mujer no era siquiera humana; alzó la mirada, y con una sonrisa que le abarcó medio rostro, retrocedió para contemplar su propia herida.

 

Del corte no brotó sangre, de su boca no salieron gritos, en su mirada no encontré odio. Extrañas ramas con espinas comenzaron a nacer de la herida en su pecho, mientras que su boca se fue abriendo más y más casi hasta partir su cabeza; y en sus ojos, las bellas pupilas se dilataron para dejar ver esferas completamente negras. Sus dientes se tornaron en espinas marrones, y sus labios se impregnaron de un rojo carmesí más brillante que la sangre. Su cuerpo, salvo por la herida que brotaba con ramas y raíces, seguía pareciendo humano, pero ahora estaba seguro, de que su figura también era una trampa.

 

Estaba horrorizado, aquella criatura me había embaucado, me sedujo para hacerme suyo. Con una voz aguda y siseante, confesó que siempre me quiso tener cerca, reveló su obsesión conmigo, con mis cuidados, con mis caricias, desde que la cultivé hacía años en la florería. Recordaba cómo la cuidaba a ella y a sus hermanas como si fueran mis propias hijas, mis amadas mujeres, las únicas que debían tenerme.

 

No podía hablar, sólo escuchar sus lamentos, atrapado en el estupor de su aroma. El horror me rogaba alejarme de la criatura, pero mis piernas no respondían, y poco a poco perdía la conciencia. Algo debía hacer, pero no podía hacerle daño a la mujer-planta que se acercaba lentamente para atraparme entre sus ramas; entonces comprendí, recordé la primera noche cuando contemplé al rosal, el origen del aroma, su frenesí al recibir los fluidos de otro hombre, y la historia de quien debía ser la mujer, pero era la flor.

 

Con mis últimas fuerzas giré el torso con la pala en mano, y dejándome caer aplasté el rosal con mi cuerpo. Giré la muñeca cuanto pude para cortar sus ramas y flores, mientras mi peso partía el frágil tallo por la mitad.

 

La criatura lanzó un grito agudo y ensordecedor, estaba aterrorizada por la horrible imagen de su rosal, de su otro cuerpo, siendo destrozado por su amado. Trataba de causarle el mayor daño posible, mientras sentía sus espinas encarnarse en mis brazos, pecho, muslos y rostro; supe que había logrado lastimarle cuando el aroma se dispersó y poco a poco fui recuperando fuerza en mis miembros, misma que usé para arrancar el resto del rosal de raíz.

 

La criatura, extrañamente, no hizo nada para detenerme. Cayó de rodillas mientras me observaba acabar con la indefensa planta que lo había planeado todo. Una vez sentí que había terminado, me alejé corriendo al otro extremo del patio con la intención de escapar, pero cuando estaba a punto de saltar los arbustos, giré la cabeza una última vez para asegurarme de que no me siguiera.

 

Ella, la mujer que me había atrapado, quien me engañó para traerme frente al rosal, aquella que me amó y me robó el corazón, la criatura que trató de tenerme, estaba llorando, hincada frente a la pobre planta de rojos pétalos, que se marchitaba lentamente al haber perdido el contacto con la tierra.

 

“Yo sólo quería amarte” fueron sus últimas palabras. De sus manos y piernas, comenzaron a brotar raíces, mientras su piel se fue tornando de un marrón leñoso, y lentamente varias hojas surgieron de todo su cuerpo. Volvió a mirarme con sus ojos negros y húmedos, y con una última sonrisa, su rostro se petrificó en un tallo espinoso, mientras las flores abrieron sobre su cabello. La pobre criatura se había convertido en un arbusto de rosal, suplantando al arbusto original que yacía marchito a un costado.

 

Pasó mucho tiempo para que pudiera recuperarme de lo sucedido y, aun así, sigo sin comprenderlo. Regresé a mi florería, y contemplé a todas las flores con nuevos ojos, como si me regresaran la mirada.

 

Después de varios meses, decidí regresar a su casa. El pórtico apenas se sostenía, y los arbustos se habían secado por la falta de cuidado; las paredes se agrietaron, y todo era un altar a la pobredumbre y el marchito. Sin embargo, al entrar al jardín, un aroma dulce me dio la bienvenida, mientras mis ojos se centraban en la única imagen con vida de todo el hogar; en el centro, con el mismo rojo vivaz en sus pétalos, y el mismo verde brillante de sus hojas, se encontraba el arbusto de rosal esperando mi retorno, sobreviviendo sin nutrientes ni agua, luchando por verse hermosa para mí.

 

Saben, no sé si hice lo correcto, la verdad, cada vez que recuerdo al hermoso rosal y a la criatura que fue una hermosa mujer, siento aún el escalofrío recorrer por mi espina; pero cada noche, cuando regreso a la casa, mi nueva florería, a cuidar del nuevo rosal, cortar sus espinas, limpiar sus hojas y abrir sus pétalos; recuerdo el bello sentimiento, la pasión de entregarnos, y el amor que me despertó el haber conocido a la bella mujer que alguna vez me compró un pequeño rosal rojo, y quien se convertiría en la única persona que he amado.

bottom of page