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Sus miradas vacías

 

¿Somos diferentes?, no sé, no lo creo, y he vivido los dos lados para comprender lo que es el miedo y la estupidez. Algunos ven, otros observan, y mientras unos carecen de ojos, otros contemplan al mundo por la variedad de su belleza.

Recuerdo el momento en que lo acepté, que era uno más de los ignorantes que caminaban a sus trabajos, a sus vidas con las cuencas vacías. Éramos mayoría, todos iguales, todos de gris, a paso firme y sincronizado para cumplir el día sin mayor diferencia en una eterna monotonía. No lo comprendía en aquel entonces, pero ahora me doy cuenta, de lo insípida que era mi existencia.

La primera vez que lo vi me pareció sólo un sujeto extraño, sin embargo, logró captar mi atención; era diferente a todos nosotros, se encorvaba y ocultaba el rostro bajo una capucha sucia y derruida. Podía sentirlo, una especie de viento extraño recorriendo mi cuerpo conforme su rostro subía y bajaba apuntando en mi dirección; entonces lo entendí, aquella sensación que tanto nos enseñaron a despreciar, esa persona me estaba desnudando, recorriendo mi cuerpo con su impureza, con su asquerosa curiosidad. Bastó otra mirada para comprobarlo, debajo de la capucha, aquel hombre guardaba dos brillantes ojos; sus párpados cubrían esas odiosas esferas blancas que tanto mal causaban en nuestro mundo.

Estaba observándome, se atrevía a descubrirme sin mi permiso. Aún siento asco al recordarlo sobre mi piel. Por fortuna no fui el único, otros se detuvieron detrás de mí al sentir su mirada invasora, y uno a uno nos fuimos acercando para hacerle frente, para detenerlo, para arrancarle sus malditos ojos.

Qué rápido se percató de nuestras intenciones. Al instante dio media vuelta y corrió hacia el laberinto de muros grises y altos edificios; trataba de escapar, sabía lo que le haríamos, no era ningún secreto, pues se nos motivaba a hacerlo. Debíamos arrancarle sus ojos, destrozarlos, desvanecerlos de este mundo que no necesita de miradas como la suya. Éramos varios, quizá una docena, todos iguales con las cuencas vacías; y mientras lo perseguíamos, conseguimos armas de la basura, tablas de madera, pedazos de escombro, yo tomé un tubo de metal oxidado, excelente para reventarle el cráneo al infeliz.

Lo emboscamos en un pequeño callejón después de varios minutos. Estaba solo, tenía miedo, siempre tienen miedo. Agachó la cabeza y la cubrió con sus manos, supongo para proteger sus malditos ojos, pero no fue suficiente, y tomando fuerza levanté el tubo para después enterrarlo en su cabeza de un solo golpe. Los demás me apoyaron, y juntos convertimos al pobre imbécil en un charco de sangre y vísceras, poco más de lo que merecía por desnudarnos con su mirada, con su horrenda y profunda mirada que ya no pertenecía a este mundo.

Poco a poco, todos se fueron retirando de vuelta a sus monótonas vidas; habían cumplido su labor purificando al mundo, pero no yo. Sabía que algo faltaba, y los demás no se dieron cuenta pues no estaban acostumbrados a observar, pero sus ojos, sus malditos ojos no aparecían entre las vísceras. Con el tubo revolví lo que quedaba de su cuerpo, pero no encontré nada entre los órganos y la carne, ni siquiera en los restos de su cráneo, donde se suponía debían estar.

Entonces lo escuché. No estamos acostumbrados al sonido, no al innecesario al menos, pero llegó a mi mente tan puro y suave como el viento. Era como el silencio, sutil y agresivo a la vez, rozando las ideas y recorriendo los pensamientos, como una voz que cuenta leyendas a oídos sordos.

De dónde venía, no lo sé, aunque ahora lo entiendo un poco; venía de su cuerpo, o eso pienso, porque no quedaba nada del pobre hombre. Bajé el rostro instintivamente, y con la mano, no con el tubo, volví a recorrer los restos, tratando de sentir por primera vez.

Su sangre era viscosa, se oscurecía poco a poco, y desprendía un aroma ligeramente amargo; su sabor, era tan diferente a la comida, sabía a metal, lo recordaba por una pequeña moneda que probé alguna vez, y me pregunté si habría sido por el tubo que usé para matarlo. Algunas partes eran más oscuras, otras más claras, algunas eran suaves y otras más rígidas, pude diferenciar el hueso fragmentado y los órganos brotando de las cavidades, y me pregunté si, de abrirme, me vería igual a él.

Qué pensamiento más estúpido. Al instante me levanté y recuperé la cordura; qué me estaba pasando, debía salir de allí, debía regresar a mi vida cotidiana y olvidar lo sucedido como siempre. Salí del callejón y regresé al gentío, dejándome llevar por la monotonía de siempre, esperando que lo habitual me arrancara el recuerdo de lo extraño.

Llegué a mi edificio y subí por el elevador al quinto piso; sólo quería entrar en mi cubículo y repetir la tranquilidad de todos los días, encerrarme en lo seguro de que nada extraño pasaría. Cuán equivocado estaba. El sonido, de repente el silencio se hizo presente en mi mente; las personas hablando, las calles, la copiadora, el teléfono, todo se hizo silencio; incluso mi propia voz se apagó en mi garganta. Estuve a punto de salir corriendo, escapar del silencio que me acechaba, pero algo me detuvo, algo que pude escuchar con total claridad por sobre la calma.

Un pequeño lápiz caía del escritorio. Nadie se molestaba en ellos, el teclado y la pluma eran más apropiados, sin embargo, el lápiz era el único que emitió un sonido, un pequeño ruido al caer en el piso, rebotar, y volver a caer. Asomé la cabeza, y vi que no era el único lápiz; varios se ordenaban, uno tras otro en un disimulado camino, cruzando entre parcelas y por los pasillos. Me levanté de mi asiento, y curioso seguí los lápices hasta ver dónde terminaban, sin entender realmente por qué lo hacía.

Todos me ignoraban, estaba bien, lo normal es ignorarnos los unos a los otros. Seguí los lápices simulando que caminaba por una carretera imaginaria, y cuando comenzaba a tomar velocidad, el camino se detuvo al instante, pues los lápices habían dejado de caer.

Estaba decepcionado, era interesante dejarse llevar por el camino. No lo entendía, pero quería seguir, quería hundirme en el silencio y descubrir. Tanto fue mi deseo que, ignorando a mis compañeros, tomé todos los lápices de sus escritorios, y regresé al camino para completarlo.

Arrojé los lápices al frente. El camino era sinuoso, a veces recto, a veces quebrado, a veces tenía puentes, a veces formaba túneles. Gasté tanto tiempo armando el imaginario camino, que no me percaté de mis compañeros, de sus cuencas mirándome fijamente, de mi jefe al frente, en silencio, observándome extrañado por mi comportamiento.

Levanté el rostro; muy tarde, todos me veían inmóviles, de pie, y yo no entendía por qué. Poco a poco se fueron acercando sin decir palabra alguna, con sus cuencas vacías fijas en mí. Tardé en comprender, en responder, pero al final sabía que permanecer más tiempo ahí sería peligroso. Solté los lápices y salí lentamente, entré al elevador, mientras ellos seguían mirándome, avanzando despacio como si estuvieran en alguna especia de trance hipnótico.

Al salir del edificio traté de confundirme con la gente; ya no me perseguían, pero aún podía sentirlos mirándome desde las ventanas. Sus cuencas vacías me contemplaban, y sentí la necesidad de esconderme, de perder sus huecas miradas; tomé un trapo desgastado que encontré en la esquina, y tapé mi rostro y cabeza; sabía que aún podían mirarme, pero al menos sentía cierta seguridad debajo de la tela.

Me apoyé en una pared; las personas iban y venían como todos los días sin percatarse de mi presencia, siendo ellos y nadie más, todos debajo de la eterna monotonía. Antes no podía verlo, sin embargo, por alguna razón, podía observarlos ahora como realmente eran.

Sus ojos, dónde estaban sus ojos. Por primera vez era consciente de su mirada, de sus cuencas vacías, siempre mirando sin observar. Sentí asco, luego sentí pena, vergüenza, y al final, lástima. Comprendí que éramos iguales, que yo había sido igual a todos ellos, había actuado de la misma manera por toda mi vida; y entonces lo recordé.

¿Cuántos fueron?, ¿decenas?, ¿cientos?, cuántas personas murieron en nuestras manos sólo por sentir sus miradas, cuántos perecieron por atreverse a ser distintos a nosotros, por tener aquellos horribles ojos que les permitían observar…

Observar.

 

Levanté las manos, ahora podía entenderlo, no sólo lo que me pasaba, sino lo que nos había ocurrido a todos. Toqué mi rostro, sabía que estaban ahí, generando ese silencio tranquilizador que me permitía concentrarme en la realidad; en efecto, pude sentirlo, pude tocarlos dentro de mis cuencas antes vacías; los ojos del pobre hombre no habían desaparecido, saltaron, cambiaron de hogar, los ojos se habían implantado en mi rostro.

Sabía lo que significaba, no, sentía miedo, sentía… sentía confusión y miedo. Debía arrancarlos, debía sacarlos antes de que fuera muy tarde, pero no quería, por primera vez podía sentir las cosas como realmente eran y no quería perder eso.

Los miraba, no, los observaba; no quería volver a ser como ellos, como todos caminando sin saber, sin sentir, sin oler, sin escuchar; quería ser como era ahora, siguiendo caminos donde no los había, escuchando cuentos en medio del silencio, leyendo letras de las paredes lisas, descubriendo un mundo nuevo frente a mis ojos.

Sus cuencas vacías me parecían horribles, sus bocas se deformaban conforme más las observaba, sus cuellos y brazos se alargaban, sus dedos se convertían en horribles garras, sus voces se transformaban en crepitantes borboteos. Podía observarlos como realmente eran, como realmente había sido yo; y comprendí que era yo quien era diferente.

No, no era cierto, había sido como ellos, y ahora era como los otros, cuál era la diferencia salvo por un par de ojos que me permitían contemplar el mundo. Entonces recorrí mi cuerpo con la mirada, y me vi, por fin me veía al igual que todos ellos; tenía dedos como garras, brazos largos y cuello extendido, sentía mi boca sin dientes, sin lengua, abriéndose más como un agujero en mi rostro que como un órgano, y mis quejidos se transformaron en incomprensibles sonidos tronantes.

Éramos iguales, yo, ellos, los otros; la única diferencia era un par de ojos brillantes. ¿Tenía un rostro?, no lo creía, estaba seguro de que era una masa amorfa con tres, no, un agujero.

Alcé la mirada, trataba de comprender, pero todo estaba dicho y en mi mente lo sabía. Entonces lo observé, y él me observaba también; mis ojos estaban cubiertos por la capucha, así que me sentía seguro, pero por alguna razón él me observaba, me seguía con sus cuencas vacías, abriendo el agujero que debía ser su boca.

Recordé al pobre hombre que había descubierto en la mañana, cómo me observaba desde la esquina, debajo de la capucha destrozada justo antes de perseguirlo. Lo observé como él me había observado, y me sentí desnudo bajo sus ojos. Aquella persona, la criatura enfrente, me observaba como lo había hecho, y sabía lo que vendría.

Uno a uno fueron llegando más personas que se detenían para observarme, abrían sus bocas mientras me apuntaban con las huecas órbitas; era peligroso permanecer ahí, pero no debía alertarlos, y decidí retroceder lentamente por el callejón.

Lo sabían, poco a poco se fueron acercando, equiparando mi paso, tratando de alcanzarme. Corrí más deprisa, pero ellos también empezaron a correr; traté de perderlos por los callejones grises, pero era imposible, cada vez eran más y sabía que me rodearían tarde o temprano. Era mi fin.

Entonces, como sintiendo el peligro, el silencio volvió a aparecer en mi mente. Su presencia me tranquilizaba, sabía que podía salvarme, y decidí prestar atención a sus sonidos.

El viento se desviaba por los callejones, me ayudaba a evitar caminos sin salida; y el sonido de los pasos aislados me indicaba la dirección de mis perseguidores. El silencio me permitía escuchar lo importante, el sonido que emanaba de mis propios ojos descubriendo el mundo. Corrí por los callejones sin toparme con las criaturas, mientras un intenso olor a hierro me invitaba a seguirlo marcando el camino hacia mi libertad.

Agradecí a mis ojos, mis nuevos y hermosos ojos que me permitieron conocer la verdad, y ahora me salvaban de la muerte; pero justo cuando creí que había logrado escapar, me encontré con la última escena que hubiera esperado.

Lo recordaba, estaba en el mismo exacto lugar, con la sangre en el piso, el cuerpo destrozado del pobre hombre de la mañana, el origen de mis ojos. No, me habían traído, de alguna manera los ojos me condujeron a su cadáver, a un camino donde podría ser fácilmente emboscado.

Y así fue.

 

De ambos lados salieron docenas de personas, todos viéndome con sus cuencas vacías. Portaban palos largos y rocas, pero uno en especial llamó mi atención, uno que portaba un largo tubo de metal oxidado, y a quien identifiqué como el primero que observé en la calle. Alzaba su mano para destrozarme el cráneo, justo como lo había hecho yo antes, con el cadáver que ahora se descomponía bajo mis pies.

Bajé la cabeza, sabía lo que vendría, sabía que no podía hacer nada, salvo proteger aquellos hermosos ojos que me habían dado una nueva vida. Ellos no lo entendían, jamás comprenderían la realidad de su mundo pues sus cuencas estaban vacías, y seguirían matando a todo aquel que se atreviera a desnudarlos con su mirada.

Sólo había una cosa que podía hacer, no por mí, ni por mis ojos, sino por ellos; darles una oportunidad, asegurarme de que alguien más viera el mundo, observara la verdad, y esperar a que su camino fuera distinto al mío.

Qué horrible es morir, la sensación más aterrorizante que podía imaginar. Los golpes, el dolor, la sangre; el perder poco a poco la consciencia mientras tu cuerpo se abre como una caja de cartón, sin saber si es el sufrimiento por el cuerpo o por el olvido, lo que te persigue hasta los últimos segundos de vida.

Pero lo logré, pude atraer tu atención, con el último vestigio de mis fuerzas atrapé tu interés, y sé que ya has probado el sabor de hierro en la boca, justo como saben las monedas.

Es hermoso, ¿verdad?; el silencio. Te orienta, te invita a conocer, te muestra cosas nuevas, te cuenta bellas historias. En cuanto te fuiste no lo sabías, pero ya eras parte del silencio, que se filtraba por tus ojos nuevos, rozando tus ideas y recorriendo tus pensamientos, como una voz que cuenta leyendas a oídos sordos.

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