top of page

Tripofobia

 

—Las fobias, terrores injustificados, imágenes confundibles entre esquizofrenia o paranoia, que atormentan a las pobres víctimas de situaciones, pareciera planeadas por los demonios de la mente. ¿Pero hasta qué punto sabemos nosotros si la imagen que los atormenta es fruto de una locura, o de un bien justificado terror, como lo sería el cuchillo o la pistola a punto de arrebatarnos la vida?

—Fácil; — interrumpió uno de mis estudiantes. — la imagen no existe, ellos la inventan.

—¿Fácil?, ¿desde cuándo es fácil saber si alguien miente o es sincero? — contesté con cierta acusación a tan superficial respuesta. —Si crees que es sencillo, permíteme contarte la historia de un paciente, con quien trabajé por años en el psiquiátrico, cuando al igual que tú, pensaba en la locura como algo “fácil” de diferenciar.

Terminaba la primavera cuando conocí a un hijo de apicultores, apenas iniciado en el arte de la miel. Había sufrido un terrible accidente hacía muchos años atrás, y sus familiares se preocupaban por su peculiar comportamiento después de la recuperación.

El pobre enfermo vivía espantado de los panales, pero no por las abejas, como al principio pensé; temía a la forma, los patrones repetidos, agujeros que bien podían ser de encajes en un mantel, o perforaciones en las paredes; pero la imagen que más lo aterraba, que lo sacudía de frenesí, era el mismo patrón repetido sobre extremidades humanas; cuando le mostraba imágenes de perforaciones quirúrgicas, o pequeñas marcas sobre la piel, comenzaba a rascarse profusamente ahogado en gritos de histeria, rogando, implorando hasta las lágrimas, por que le arrancaran las larvas.

Estaba sorprendido, jamás había visto una histeria tan explosiva; pero lo que empezaría con horribles ataques por “semejanzas” a los panales, empeoró en alucinaciones a las pocas semanas de su ingreso. Comenzó a imaginar los patrones, los encontraba incluso en superficies lisas, y siempre que los observaba decía sentirlos sobre la piel, junto con algo más, una presencia, carcomiendo entre su tejido, esperando para brotar por los orificios.

Mi error fue no creerle. Estamos tan acostumbrados a juzgar de mentiroso al loco, que no entendemos lo que es “su” verdad. Fueron semanas, meses, tratando de convencerlo de nuestra realidad, que olvidé el ver con sus propios ojos; quizá así lo hubiera salvado.

Los ataques se volvieron más frecuentes, y tuvimos que vigilarlo temiendo que fuera un peligro, para él o para los demás; pero de nada sirvió. Un día, mientras descansaba con los demás internos en un receso, estalló en otro ataque de histeria en medio de un juego de ajedrez. Los patrones blanco y negro en el tablero le recordaron lo que crecía entre su carne, y con furia comenzó a arrancarse la piel con los dientes. Jamás había llegado a tal extremo, pero fuera por locura o genuino dolor, creyó que la única forma de quitar aquella sensación sería literalmente arrancándola de su cuerpo.

Tratamos de detenerlo, pero no fue suficiente. La fuerza de su histeria nos doblegó, y en medio de alaridos y pánico entre los demás internos, se escapó a la cocina, donde se encerró para terminar lo que no podía por sus propias manos.

Fue horrible. Los gritos de agonía sofocados por la puerta de acero aún hacen eco en mis pesadillas; jamás, incluso en un manicomio, oímos gritos similares. Poco a poco los aullidos de dolor fueron cesando, hasta que un silencio sepulcral, aún más aterrador que los alaridos, se vertió sobre todo el pabellón. Los hombres de mantenimiento llegaron varios minutos después, muy tarde para salvarlo de su propio castigo; y cuando abrieron la puerta lo que nos recibió sería un ejemplo de lo que fue su infierno en vida.

Tirado en el piso, aún con el cuchillo en la mano, yacía un cuerpo ensangrentado, desollado en extremidades y torso, arrancado su piel a tal punto de dejar expuesta la carne y el hueso. Los ojos abiertos en una desfigurada expresión de horror visceral, una angustia y desesperación por arrancar lo que él juraba era real, y nosotros no logramos ver. Nunca supimos si el hombre murió desangrado o por el dolor, si su mente se desvaneció antes o después haber logrado su objetivo, pero lo que sí sabíamos era que habíamos fracasado en salvar al pobre hombre de sí mismo.

Sin embargo, no fue la imagen de su cadáver lo que convirtió a esta persona en el paciente más importante que he tenido, quien hizo replantearme el entender a los “mentirosos”, y tratar de ver el mundo con sus ojos. Mientras los demás contemplaban horrorizados las heridas y la expresión de su rostro, mi atención se centró en un pequeño punto, una diminuta figura alada que, posada sobre su carne, emprendía el vuelo para alejarse en busca de una nueva colmena.

—Pero profesor, — volvió a interrumpir el mismo alumno, tan cerrado en sus ideas como fuera yo alguna vez. — pudo ser casualidad, o a lo mejor, y no se ofenda por favor, ser imaginación suya.

—Tienes toda la razón, y por ello nos encontramos aquí. — señalé a mis estudiantes el cuerpo que, a pesar de estar tan bien conservado por las técnicas que había sugerido para su análisis, seguía mostrando las irreales heridas en los brazos, desollados con el músculo expuesto. —Veamos qué tanto recuerdan de sus clases de anatomía. — señalé al estudiante tan acertado hasta ese momento, extendiéndole un utensilio de cirugía. — Por favor, revele con el gancho el tejido del bíceps, que tan bien expuesto está en nuestro amigo.

Observé con especial satisfacción los cambios en el rostro de mis estudiantes; al principio sus ojos reflejaron duda por mi sugerencia, pero más pronto que tarde su expresión cambió al horror cuando, mientras contemplaban las incisiones y las capas de tejido expuesto, se encontraban con una serie de patrones, pequeñas perforaciones hexagonales, distribuidas a lo largo del brazo, el hombro, torso, todo lugar donde nuestro paciente se arrancó la piel con tal de convencernos de su mentira.

bottom of page